Si tuviéramos que definir en pocas palabras la época en la que vivimos, podríamos denominarla: la era de la información. Nunca antes ha habido un flujo de datos como el actual. Nunca antes ha habido tanta información accesible para tanta gente. Internet ha supuesto un cambio radical en la manera en que nos relacionamos entre nosotros y con la actualidad, y su aparición, habiendo aportado grandes beneficios a la humanidad, no está exenta de riesgos.
Con la información llega también la sobreinformación y la desinformación, lo que hace que surjan debates sobre cómo y quién debe gestionar el contenido al que accedemos. Esta situación afecta especialmente a derechos esenciales para el correcto funcionamiento de cualquier democracia, como es el caso de la libertad de expresión. Como derecho fundamental que es, no cabe duda que merece una protección especial y cualificada, ya que las vulneraciones de la misma suponen un ataque frontal a elementos básicos del sistema como pueden ser la pluralidad del debate público. Pero como todo derecho, tiene sus límites: que no restrinja otros derechos y libertades —como el derecho a la intimidad y al honor, el derecho a la salud y la seguridad, o el derecho a la dignidad— de otras personas. Y aquí está la clave y el desafío, en congeniar ambas.
Pero esto no siempre es fácil. Hasta ahora, la ausencia de organismos independientes que establezcan reglas y estándares que regulen la libertad de expresión en redes sociales y, en general, en internet, ha provocado que tengan que ser las propias compañías tecnológicas que ofrecen los servicios los que se encarguen de limpiar sus plataformas de contenidos “tóxicos”. Que esto ocurra hace surgir preguntas acerca de los mecanismos que entran en juego a la hora de establecer qué contenido es válido y cuál no, sobre el proceso de toma de decisiones a este respecto y sobre los medios a través de los que se ejecutan esas decisiones. Muchas de estas grandes corporaciones externalizan estas tareas a terceros o utilizan filtros automáticos basados en IA, lo que implica poner en manos ajenas la decisión final, con los riesgos que eso entraña.
Ya sea por la falta de regulación y consenso al respecto, por la dificultad de controlar la totalidad del tráfico, o por la utilización de medios como los mencionados, han ido surgiendo en los últimos tiempos diversos escándalos que han puesto de manifestó la necesidad del debate. Desde Instagram siendo incapaz de localizar los mensajes ofensivos que desembocaron en el suicidio de Molly Russel, hasta la censura de Youtube de más de 100 que denunciaban violaciones de derechos humanos en Siria, pasando por la distribución de copias del ataque terrorista de las mezquitas en Nueva Zelanda por parte de usuarios de Facebook, el bloqueo de las cuentas de medios de comunicación cubanos, o los diversos escándalos de fake news que han salpicados las campañas electorales de países como EEUU.
Todo esto ha provocado una fuerte reacción por parte de la sociedad que se ha traducido en la toma de cartas en el asunto por parte de varios gobiernos, proponiendo poner fin a la autorregulación de las empresas en internet y abogando por un control más estricto de los contenidos digitales por parte de agencias estatales. El gobierno británico, por ejemplo, propuso la creación de nuevo organismo capaz de sancionar a las plataformas de RRSS o bloquear el acceso a determinados sitios webs, entre otras medidas, con el fin de evitar la filtración de contenidos peligrosos e inadecuados. El Parlamento Europeo también pretende adoptar medidas de tipo normativo para atajar la situación. En países como Australia y Nueva Zelanda se han previsto multas cuantiosas para los casos en los que los proveedores de estos servicios no eliminen contenidos de determinada naturaleza. Y otros, como Singapur, han lanzado proyectos de ley agresivos contra las noticias falsas que otorgan poder de decisión a sus ministros para plantear la ilegalidad de los contenidos. Todas estas legislaciones tratan un tema delicado y son susceptibles a abusos, ya que las fronteras de lo que se considera adecuado y lo que no son muchas veces borrosas, de ahí que muchas estén en el punto de mira de usuarios y medios de comunicación.
Diferente —y más problemática— es la situación en países como Rusia, China, Corea del Norte o Irán. Estos sistemas llevan años promoviendo la fractura del internet global y la creación de fronteras digitales, y censurando los contenidos de opositores y disidentes aprovechándose para ello de la capacidad de ubicar geográficamente las direcciones IP. Rusia y China fueron los primeros en comprender los efectos que un sistema global, libre y abierto podría tener sobre sus sistemas. Esto provocó que comenzaran a tratar de obstaculizar y censurar las informaciones (tanto extranjeras como internas) que pudieran perturbar el estado actual de las cosas. La Administración rusa, por ejemplo, busca desconectar al país de la red global y hacerse con el control de la información digital en un polémico proyecto que ha levantado numerosas protestas en el país obligando a los internautas a usar una VPN en rusia para conectarse a estas redes. China, por su parte, a través de la creación de un gran cortafuegos, filtra de manera selectiva algunos sitios web, términos, e incluso direcciones de IP. La Administración del Ciberespacio de China (CAC), encargada de la censura en el país, clausura miles de cuentas de RRSS aludiendo a que no se ajustan al marco legal y a que agitan el orden social. De hecho, muchas de las grandes compañías que conocemos: Google, Facebook, Twitter o YouTube se encuentran censuradas allí desde hace tiempo.
Como podemos ver, se trata de una situación compleja que se ataja desde diferentes ángulos y en atención a criterios diversos. Lo que parece claro es que está en juego algo más de lo en un principio puede parecer: cosas tan básicas como nuestra capacidad de expresarnos y de interactuar, de formar juicios objetivos y de debatir libremente. Sin embargo, el establecimiento de ciertos criterios normativos que mitiguen los riesgos a los que nos expone un sistema tan abierto y accesible parece necesario. Veremos si estamos a la altura del desafío.